En la que probablemente se va a convertir en la fotografía del año, vemos por primera vez a Trump y a Zelenksy teniendo una conversación cara a cara que ambos han adjetivado de muy productiva. El contraste con lo ocurrido hace tan solo unas semanas me ha llevado a recordar que una las mejores herramientas para combatir la polarización es la colaboración por una causa mayor. Dejar de luchar por tener la razón para tener una razón por la que colaborar. ¿Cómo se logra eso? ¿Cómo se pasa del desencuentro al reencuentro?
En los últimos años, hemos presenciado un preocupante aumento de la polarización social: una división emocional, cultural y moral entre grupos que ya no solo piensan diferente sino que parecen vivir en realidades paralelas. A diferencia de la polarización meramente política -que se expresa en ámbito electoral o partidista-, la polarización social afecta lo cotidiano: las conversaciones familiares, las relaciones en el trabajo, la manera en que interpretamos las noticias o, incluso, cómo percibimos la verdad. Esta fragmentación del tejido social representa una amenaza profunda para la democracia porque mina sus cimientos: el reconocimiento del otro como un igual, la confianza en normas compartidas y la posibilidad de un proyecto común.
Según un informe del Carnegie Endowment for International Peace, la polarización social sostenida en el tiempo puede dañar gravemente las democracias. En sociedades altamente polarizadas, ya no se trata solo de discrepancias sobre políticas públicas sino de ver al “otro” como una amenaza. Se pierde la empatía y se rompe el puente del diálogo. Esto genera un entorno propenso a la radicalización y la desconfianza, donde los consensos se vuelven imposibles.
Un factor agravante es el papel de las redes sociales. Como ha documentado la investigadora Zeynep Tufekci, los algoritmos tienden a amplificar el contenido más polarizador, premiando la indignación antes que el entendimiento. Esto refuerza la cámaras de eco que aíslan a los usuarios y dificultan el encuentro. Así, muchas plataformas que nacieron con la promesa de conectar han contribuido a la fragmentación.
En este contexto, el diálogo cívico, la participación constructiva y la colaboración entre diferentes se vuelven más necesarios que nunca. Pero no basta con pedir “tolerancia” o “menos odio”: hace falta crear espacios, herramientas y metodologías concretas que permitan a las personas organizarse en torno a causas comunes, construir confianza y experimentar el poder de la acción colectiva.
La buena noticia es que no estamos completamente a oscuras. Hay un cuerpo creciente de documentación sobre lo que funciona cuando se trata de reducir la polarización. Las estrategias más efectivas no son únicas ni excluyentes. Funcionan mejor en conjunto y entre ellas destacan:
La educación y alfabetización mediática, que promueve el pensamiento crítico y la verificación de fuentes desde la escuela hasta la formación continua.
La responsabilidad política y mediática: pactos de no demonización, pluralidad en los debates y correcciones rápidas.
Reformas institucionales que premien la moderación, como el voto preferencial o sistemas proporcionales que incentiven el consenso.
La reducción de agravios materiales —como la desigualdad, la corrupción o el abandono territorial— que alimentan el resentimiento y convierten el malestar en radicalización.
Y el fomento de la colaboración estructurada, que genera encuentro entre posturas distintas que deben escucharse y trabajar juntas para lograr un bien mayor.
Todas estas vías tienen algo en común: empiezan por el diálogo. Porque sin contacto, sin conversación, sin encuentro… no hay punto de partida.
Pero lo revolucionario no es solamente que nos escuchemos más sino que hagamos más cosas juntos. Que pasemos de discutir a construir. Y que lo hagamos desde el reconocimiento de nuestras diferencias, no a pesar de ellas.
La colaboración estructurada no es espontánea: requiere intención, diseño y cuidado. Se trata de crear entornos donde personas de distintas posiciones puedan implicarse en la resolución de un problema concreto, ya sea una mejora en su barrio, un nuevo reglamento en su escuela o un acuerdo operativo dentro de una organización. Lo importante no es tanto el tema sino que la acción sea compartida, verificable, orientada a un bien común y que cada persona pueda aportar algo significativo.
La clave está en desplazar el foco del “quién tiene razón” al “cómo podemos mejorar esto”. Y a partir de ahí, activar una serie de dinámicas que fomentan el reconocimiento mutuo, la interdependencia práctica y la celebración de logros colectivos. Porque cuando una tarea sale bien y ha sido fruto de un esfuerzo entre personas que antes se miraban con recelo, algo ocurre. Algo cambia.
Ese cambio ya está ocurriendo en muchos contextos.
En Chile, las Mesas Ciudadanas por el Clima reunieron a vecinos con visiones políticas muy distintas para diseñar juntos planes locales de reducción de emisiones. Más que debatir ideologías, se enfocaron en responder a una necesidad concreta del entorno que compartían.
En España, el proyecto Asertos, desarrollado por Arquitecturas Sin Fronteras, ha reunido a vecinas y vecinos de Alicante de distintos orígenes y trayectorias para colaborar en la mejora de sus barrios mediante la rehabilitación de viviendas, la creación de espacios públicos y la puesta en marcha de actividades comunitarias. Este proceso participativo no solo ha transformado físicamente el entorno sino que ha fortalecido el tejido social.
En Estados Unidos, la campaña Trustworthy Elections de Braver Angels no se limitó a dialogar sobre el sistema electoral: creó grupos mixtos de trabajo para redactar propuestas concretas sobre cómo garantizar la integridad y transparencia de los procesos. De esos talleres surgieron 727 puntos de encuentro entre diferentes que hoy se usan como guía para mejorar la confianza ciudadana.
En todos estos casos, la transformación vino de hacer algo útil junto a quienes pensábamos que eran radicalmente distintos. Colaborar no significa renunciar a las convicciones sino descubrir que las soluciones más sostenibles suelen surgir cuando combinamos perspectivas diversas.
El conflicto no va a desaparecer jamás. Pero sí podemos cambiar cómo lo gestionamos. Podemos reemplazar la lógica del enfrentamiento por la de la comprensión. Podemos sustituir la desconfianza por la acción conjunta. Y en esa elección, lenta y cotidiana, se empieza a tejer una sociedad más fuerte, más abierta y más capaz. Porque lo que está en juego no es ganar una discusión. Es volver a reconocernos como parte de un mismo proyecto. Y descubrir que, incluso desde el desacuerdo, podemos construir un futuro compartido.